Desde que tengo memoria, las personas a mi alrededor han admirado mi fuerza interior.
Algunas de ellas quizás incluso se sentían celosas de ella.
Algunas me elogiaban abiertamente y otras lo hacían sin que yo las oyera, pero todas las personas que me conocían tenían un gran respeto por ello.
Incluso mis amigos más cercanos se preguntaban cómo tenía la capacidad de caminar siempre por la vida con la cabeza bien alta.
¿Cómo es que siempre encuentro una manera de levantarme aunque caiga y de encontrar una solución para la peor situación?
Durante años, me sentí orgullosa de mí misma por esto.
Pensaba que era simplemente fuerte emocional y mentalmente por naturaleza, y que lograba todo en este mundo por mi cuenta, sin que nadie me tomara de la mano ni me mostrara el camino.
Oh, cuán equivocada estaba.
No cabe duda de una cosa: definitivamente debo agradecerme a mí misma por ser así también.
Sin embargo, existe una persona que sacrificó toda su vida y puso todos sus esfuerzos para que yo fuera así.
Existe una persona a la que le debo todo lo que fui, soy y seré.
Y esa persona es mi madre, la mujer más fuerte que existe.
Gracias a ella, soy la mujer que soy hoy.
Gracias a ella, estoy lista para lo que la vida me depare.
Gracias a ella, no tengo miedo ni soy débil.
Gracias a ella, nada ni nadie puede derribarme.
Gracias a ella, conozco mi valor y no dejo que nadie lo disminuya.
Gracias a ella, no me conformo con menos y no permito que las personas que no merecen un lugar en mi vida se acerquen a mí.
Gracias a mi madre, que siempre ha sido una mujer increíblemente fuerte, yo me convertí en una chica fuerte.
Y ese es un regalo que no tiene precio.
Verás, mi madre nunca me lavó el cerebro diciéndome que no debía permitir ser débil.
Nunca me habló de lo que significa ser una mujer fuerte y de cómo llegar a serlo.
En cambio, me mostró todo lo que necesitaba saber a través de su propio ejemplo.
Me enseñó cuál es la única manera de sobrevivir en este mundo tan duro, mostrándome la forma práctica de hacerlo.
Mi madre nunca me dijo que debía avergonzarme de mis emociones o que las lágrimas y el dolor emocional eran una señal de debilidad.
Sin embargo, sí me enseñó cómo manejarlos de la mejor manera y cómo sanar después de salir herida.
Mi madre nunca intentó convencerme de que no necesito un hombre o que estar mejor sola.
No me decía que todos los hombres eran unos idiotas que no merecían mi amor ni mi simpatía.
Sin embargo, me mostró que es posible vivir sin un hombre a tu lado.
Me enseñó que perder al chico por el que te preocupas no es el fin del mundo y que no hay nada de malo en estar soltera todo el tiempo que quieras.
Mi madre nunca me dijo que debía avergonzarme por permitir que alguien me rompiera el corazón o por tomar decisiones equivocadas.
En cambio, siempre me decía que todos cometemos errores, pero que la verdadera fuerza se muestra en la manera en que los corregimos.
Y eso es exactamente lo que ella trató de enseñarme con empeño: cómo no repetir mis errores y cómo aprender de ellos.
Cómo no dar segundas oportunidades a quienes nunca las merecieron y cómo no permitir que las personas me den luz verde para seguir haciéndome daño.
Mi madre nunca me dijo que era débil si caía y me rompía.
Nunca me juzgó por tocar fondo o por permitirme consumir por el dolor.
No obstante, sí me enseñó cómo levantarme, cómo recoger los pedazos rotos de mi corazón destrozado, cómo volver a unirme y cómo convertir mis heridas más profundas en cicatrices que solo me servirán como recordatorios de todo lo que he pasado.
Mi madre nunca intentó convencerme de que soy mejor que los demás, ni me enseñó a ser egoísta o egocéntrica.
Sin embargo, ha pasado toda su vida asegurándose de que sepa lo valiosa que soy y enseñándome que conformarme con menos de lo que merezco es lo peor que una mujer puede hacer consigo misma.
Me enseñó a siempre creer en mí misma, incluso cuando otros intentan frenarme; a tener una autoconfianza que nadie pueda destruir y a competir solo con mi “yo de ayer”.
A ponerme a mí misma en primer lugar y a nunca amar a nadie, ni siquiera a ella, más de lo que me amo a mí misma.
Así que, sí, según todos los estándares y definiciones, podrías llamarme una chica fuerte.
Sin embargo, mi fuerza interior, mi poder y mi valentía no surgieron de la nada.
En cambio, ten en cuenta cuánto sudor, esfuerzo, lucha, tiempo y energía se han invertido en que yo me convirtiera en una de ellas.
Ten en cuenta que no sería ni la mitad de la persona que soy si no fuera por mi madre, quien siempre estuvo a mi lado, levantándome cuando caía y, lo más importante, guiándome.